miércoles, 13 de abril de 2016

Una de reformas



Vivo en un piso, lo que viene siendo un pisito medio, en una comunidad de vecinos media, y una, a estas alturas, después de tantos años, pues ya se va haciendo callo de alguna cosas. He llegado a incorporar en mi ADN ciertas “molestias" que todos conocemos. Ya reconocemos por los ladridos si el perro que quiere que nos enteremos que está en casa es el de un piso o el de otro. Conocemos perfectamente los gustos por el bricolaje en las terrazas durante los fines de semana, hasta se aprende a disfrutar de los festines y cumpleaños ajenos. Y cuando se vive en una finca de este tipo, de edad media (que no de la Edad Media) también uno sabe lo que son las reformas, propias y ajenas. Se habrá reformado casi todo lo reformable y todos lo hemos padecido. Que si el suelo de uno, el baño del otro, la cocina del de arriba, las ventanas del de abajo. De todo, hemos sufrido de todo. Pero hemos cambiado de vecinos y han empezado reformas. Si, es totalmente cierto, El Escorial tardó menos en construirse. 
¡Dos semanas! Llevo dos semanas de reformas. Dos semanas sin poder tener una sobremesa decente. Dos semanas sin saber lo que es una siesta, una conversación de más de tres minutos, una merienda de chocolate y churros. Porque, para colmo, los artistas tienen un extraño horario de trabajo, sólo por las tardes y los fines de semana. Y un día se aguanta, dos también, al tercero notas que se te va agriando la leche, al cuarto has perdido la cuenta. De pronto sólo pensaba en cosas extrañas. Me imaginaba llamando a la puerta y preguntando si era ahí lo de la terapia anti estrés y todo porque pensé que igual estaban montando un negocio de cosas relajantes  y, en vez de publicidad, me estaban llevando al borde del ataque de nervios para que contratara sus servicios, porque tanto martillazo no puede ser para tirar paredes. También pensé que igual me estaban robando metros de mi casa. A ver, tanto martillo, tanto martillo. Porque sí mi casa tiene los mismos metros han tenido tiempo de hacer ocho reformas y de construir cuatro adosados. Me sorprendí mirando las paredes a ver si habían menguado. 
El sábado me levanté y de pronto olí mucho a polvo. Me pasé todo el día limpiando, que ya era hora. Por la noche, al abrir la puerta, me di cuenta de donde venía el olor, parecía que había nevado en mi rellano.
El domingo, serán los efectos de dormir a pierna suelta, cuando vi como estaba el suelo tras la puerta de mi casa, me acordé de mi anterior vecina y me puse a barrer y a fregar sin decir ni media palabra. El lunes volví a barrer y a recoger todo el polvo. El martes utilicé la escoba para apartar la suciedad hacia su puerta. Hoy es miércoles, con este dolor de cabeza, la mala leche bullendo y el sentimiento vecinal totalmente desparecido, en lo último que pensé fue en la escoba. 
Intenté ser positiva y buscar el lado positivo de la situación. Lo único que consiguió alegrar un poco mi ánimo fue el hecho de pensar que el día que yo pueda reformar mi casa de arriba a abajo, espero que ellos vivan ahí.
En esta época de declaración de renta, deseo dar mi aportación a la plataforma de afectados por las reformas de los vecinos.

martes, 5 de abril de 2016

NOS COMEMOS EL METAL

Nos comemos el metal

Si piensas que me voy a explayar sobre los niveles de distintos metales en la comida es que has llegado a esto por casualidad, o no me conoces en absoluto, o jamás has leído nada escrito por mi. Ya he avisao.
Yo, como mucha gente, vivo en una casa. Y mi casa, como la de mucha gente, tiene cocina. También tengo muebles en mi cocina y esos muebles tienen cajones. Cuando empezamos a vivir en esta casa, compré cubiertos, más que nada porque me molesta ensuciarme las manos con la comida y, esas cosas que se hacen porque te dicen que hay que hacerlas.  Con los años, no sabes muy bien como, te das cuenta que aquel cajón de cubiertos colocados uno encima del otro, con su orden, todos igualitos, se ha convertido en una amalgama de diferentes cuberterías que ya ni recuerdas haber tenido.  Cuando llega ese momento, te decides a reponer esos cubiertos que, bien mirados ya casi que dan asquito (seamos sinceros, años de lavavajillas pueden con cualquier tipo de utensilio doméstico) y te compras tu nueva cubertería. Encima te pega un ataque senil y buscas esas cucharas que te acompañarán en todas tus comidas, los tenedores que tus nietos reconocerán como los tenedores de la abuela, y te gastas una pasta, porque tu lo vales.
Y siguen pasando los años. Ese día a día tan trepidante que no nos deja casi ni saborear el más mínimo momento. De pronto un día estás en la cocina y, por una u otra cosa, estás guardando los cubiertos en ese cajón donde llevan guardándose más de veinte años y se te queda clavada la mirada en ellos ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están? No están en el lavaplatos, tampoco fuera de él, no hay una mesa por quitar o un dormitorio lleno de bandejas de comida. Busco por toda la casa, debajo de los sofás, debajo de las camas, en todos los rincones de la casa. Han desaparecido. Recuerdo incluso comprar más cubiertos cuando entró el lavaplatos en la cocina, recuerdo cuando se guardaban todos en su cajón y estaba a reventar.
Pregunto a la familia, pero nadie sabe nada. Nadie los ha perdido, nadie los ha tirado junto con restos de comida, nadie (evidentemente yo tampoco) se ha llevado cubiertos al trabajo para cuando tiene que comer allí.
Visto lo visto, la única posibilidad realmente creíble y factible es pensar que nos los hemos comido. Igual va a ser por eso que estamos fuertes y pitamos en los escáners