Parece que por fin el otoño está consiguiendo desplazar un poco al verano, aunque no demasiado. Que no por estar a punto de empezar noviembre ha dejado de hacer calor. Vale que ya no es lo que era en agosto, pero lo que nos ha pasao es que nos han caído cuatro gotas (literal, cuatro, que las he contao yo) y, entre las cuatro gotas y la fecha que marca el calendario, nos hemos encasquetao la ropa de abrigo y así hemos acabao, con toa la ropa en las manos y una sudada del quince. Pero lo dicho, ya no es como en agosto (gracias al cielo, y nunca mejor dicho). Ya no vamos por la casa medio en bolas y sudando la gota gorda, hemos guardado ventiladores y similares y vamos dejando preparado y al alcance edredones, mantas y demás. Ya no vamos dejando abiertas todas las ventanas buscando la más leve corriente para poder tener un mínimo respiro. Ahora vamos evitando las corrientes y las ventanas no hacemos más que abrirlas y cerrarlas, según el momento del día. Y por eso mismo, porque ya vamos cerrando ventanas y evitando corrientes, nuestras casas comienzan a oler a eso, a casa. Que no es que huelan mal ni nada de eso, pero a nadie le apetece hacer una paella y estar oliendo a arroz tres días. Y lo de hacer sardinas a la plancha… eso lo dejamos reservado a los chiringuitos o bares de fritanga. Comienza la temporada alta de los ambientadores.
Aún no he aclarado si es que cada año sacan cosas nuevas o es que a mí, cada año, me da por probar ambientadores nuevos, o quizás sean las dos cosas. Total, que el otro día me dio por comprar un aparatito de esos que van soltando el spray cada x minutos o según el detector de movimiento. Esta mañana lo coloqué. ¡Qué gracioso! Él solito iba soltando el spray, qué mono. Iba yo marujeando por la casa, perdón. Repito. Iba yo por la vivienda realizando las tareas de mantenimiento propias del hogar, e iba notando el nuevo aroma que iba dejando el nuevo aparatito. En esto que, después de comer, decido regalarme una muy merecida siesta de pijama y orinal… Me voy a la cama, me pongo en la tele lo que me parece más aburrido y me dispongo a dormir. El susto fue tremendo. De pronto, cuando empezaba a llegar al momento babilla (ese en el que notas como se te va cayendo la babilla pero eres totalmente incapaz ni de tan siquiera secártelas) escucho como si un gatito estornudara. Aún estaba lo suficientemente consciente como para recordar que, no sólo estaba sola sino que, además, yo no tengo gato. Ni grande ni pequeño. Ya que vivo en un edificio de antigüedad moderada y calidad media (eso dicho desde el cariño, otros lo llamarían cuchitril) pensé que seguramente alguna vecina se habría resfriado. No le di más importancia y volví a lo mío, a mi siesta. Al cabo de un rato, casi que llegando al mismo momento donde estaba antes, otra vez el estornudo. La cosa ya estaba empezando a mosquearme bastante. Así no podía seguir. La duda me estaba atormentando. ¿Qué narices era eso? Me dediqué a dar vueltas por la casa buscando no se qué. Al cabo de unos diez minutos, más o menos, otra vez…Pero esta vez estaba alerta, tenía los cinco sentidos puestos en el ruidito del gato resfriado. Precisamente eso, los cinco sentidos.
Tocar, no había tocado nada porque gato no había y un estornudo… ¿cómo se va a tocar un estornudo? Ver, es cierto que ver, lo que se dice ver, tampoco había visto nada. Mis posibilidades de resolver el misterio se iban agotando, ya sólo me quedaban tres sentidos y uno, el gusto, no tenía ni idea de cómo podría servirme en la resolución del misterio de los estornudos. El oído había sido el desencadenante de semejante comida de tarro así que tenía que ayudarme a resolverlo. Ya sólo quedaba el olfato. ¡Qué curioso! Cada vez que oía el estornudo me venía un irreconocible aroma, muy agradable por cierto. De pronto todo cobró sentido.
Bueno, dudo mucho que alguien no lo haya pillao, pero pá los aguilillas… El estornudo del gatito resfriao no era más que el nuevo ambientador difusor echando el fu fu del momento.