Hoy llegaba tarde a casa. Entre pitos y flautas me había retrasado
algo más de lo habitual. Ya en el ascensor sólo era capaz de pensar en volver a
encontrarme con él. Casi no acertaba a meter la llave en la cerradura y creo
que aún fui más torpe intentando cerrar la puerta. Fui quitándome la ropa por
el pasillo y por fin llegué a su encuentro. Estaba como siempre. Tan blanco,
tan frío. Sin poder soportar más la espera salté encima de él. Al momento
nuestras temperaturas se fueron igualando y, sin saber exactamente cuándo, dejé
de notar su blanca frialdad. Cuando ya me sentí aliviada empecé a pensar en él.
De hecho, no recuerdo haberme parado a pensar en él tanto tiempo como en ese
momento. Me di cuenta que nunca había sentido tanto cariño por él y siempre lo
había visto como una carga, un trabajo diario por hacer a regañadientes, una
obligación. Pero mi latente egoísmo volvió a apoderarse de mí y, casi sin
pestañear, tiré de la cadena, me lavé las manos y la neurona se dedicó a otros
asuntos…