lunes, 5 de noviembre de 2012

La hormiguita



Odio el verano, siempre lo he dicho y siempre lo diré, excepto cuando me jubile y pase los veranos emigrando a Finlandia, Groenlandia o a cualquier otro landia de por esas latitudes. El hecho de sudar por no hacer absolutamente nada no entra dentro de mis parámetros de bien estar. Podría tirarme horas hablando de las cosas que no me gustan del verano pero se haría más interminable que la Biblia por fascículos y, además, ahora que por fin empieza el buen tiempo, con sus lluvias, sus vientos, sus temperaturas por debajo de 30º, pues ya no tiene demasiado sentido acordarse de los calorros del agosto. Pero hay cosas que, por mucho que se acabe el verano, quedan grabadas como a fuego en la memoria (a ver si va a ser un tatuaje neuronal…)

Evidente, el título ya lo dice todo y no deja espacio para el misterio. Sí, una de las cosas que odio del verano es la hormiguita. Así, en singular. Porque no tiene ni punto de comparación encontrarse, vaya usted a parar, con toa una hilera de hormiguitas. Cuando uno se encuentra con toa la hilera de hormiguitas, pues tiene su punto y todo. Te las quedas mirando, buscas hacia donde van. Si han encontrado media magdalena por ahí, te pasas un buen rato mirando como se lo montan para lo del transporte y esas cosas que hacen las hormiguitas cuando encuentran cosas que les gustan a las hormiguitas. Te acuerdas de la película de pixar y hasta te empieza a dar pena lo que estás a punto de hacer. Vas siguiendo toa la hilera de hormiguitas para ver de donde vienen y te preparas para atacar hasta a la nave nodriza si se pone por medio. Allá que vas, bote de insecticida en mano, a intentar hacer justicia divina… porque la magdalena es mía. Rancia y mordida, si, pero mía. Y les cascas lo menos medio bote de insecticida. Cuando empiezas a pensar que quizás el ADN de los humanos y las hormiguitas tenga más en común de lo que podamos creer, ese es el momento de dejar de pulsar el spray. No por las hormiguitas que a esas alturas ya están todas bastante intoxicadas, es que luego nos vamos por ahí quejando de que si la capa de ozono, de que si el cambio climático… Pero t´has pegao el gustazo de cargarte a toda una población de hormiguitas. Pegas un escobazo a los cadáveres y al resto de magdalena y, ala, a otra cosa, pero con la sensación del trabajo bien hecho. ¡Qué satisfacción! Pero… ¿qué ocurre cuando ves UNA hormiguita? No vas a salir corriendo a por el bote de insecticida. Total, por una hormiguita… ¿Y qué haces? Tampoco es cuestión de matar por matar, es sólo una, y no me está quitando nada. La veo tan pequeña, tan indefensa. Pero, claro, esta no es más que una exploradora. Si la mato seguro que viene otra, porque seguro que hay otra. No la veo, pero está. A lo mejor me está observando, o está esperando a ver si la exploradora encuentra algo. Te tiras lo mismo diez minutos intentado decidir tu próxima acción. Pero da igual lo que hagas, puedes decidir matarla de trescientas cincuenta y cuatro formas diferentes pero no habrás conseguido eliminar el problema. Te queda sufrir días y días de tensa agonía esperando encontrarte toa la hilera de hormiguitas que seguían a la exploradora o, en el mejor de los casos, que la neurona encuentre pronto otra distracción y se olvide de la tontería de las hormiguitas.
 
Será por eso que he tardado tanto en volver a escribir, estaba buscando toa la hilera de hormiguitas que no se atrevieron a aparecer.